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Fermín V. Arenas Luque (Archivo Goyaud) |
especial
para EL CHASQUI)
El
distinguido escritor e historiólogo señor Fermín V. Arenas Luque describe en
este evocativo artículo las primeras impresiones que tuvo al llegar por primera
vez, años ha, a Ituzaingó, lugar en el que después se afincó hasta sus años
mozos.
Quienes
participaron por entonces de la vida social y frecuentaron a las familias que
él menciona, habrán de rememorar con emoción y nostalgia aquellos años en que
Ituzaingó era un pañuelo.
El primer
impacto (palabra moderna) que recibí fue el de un pueblecillo alegre, feliz,
tal vez arrancado de algún cuento de hadas. Y paradójicamente con mucho de
humildad y mucho de señorío (el de mis tiempos). Hasta con música y cánticos me
recibieron esa mañana en Ituzaingó, el Ituzaingó de mis días de adolescente.
El zurreo
de las palomas torcazas que todavía endulza mis oídos fue la música acariciante
que me arrulló esa mañana de nuestra llegada a Ituzaingó, padres, hermanos más
pequeños que yo, y la servidumbre. El sol brillaba con majestad de rey. El
cielo nos daba un azul turquí y ¡las flores!
Coronas de
novia en los cercos, flor de ángel desparramando su blanco y cálido perfume por
allá. Rosales que se desmayaban bajo el peso de los pimpollos y las rosas
abiertas, y claves, muchos claveles y malvones rojos, blancos, rosados.
Esa fue mi
primera impresión de Ituzaingó. Luego me ensimismaron las altas casuarinas que
bordeaban la quinta de Francisco Banfi y su familia, nuestros vecinos más
cercanos y nuestra casita que, como en la canción mejicana estaba pintada de
blanco color con sus techos rojos fuego, donde nos alojamos durante algún
tiempo hasta tanto los Milani entregaran a mis padres la casona que estos les
adquirieron en compra.
José Milani,
hombrón alto, fornido, de piel rojiza, abuelo de los chiquilines rubiones,
Carlitos y Juan José Ratti y de Julito Protto, regordete como un bollo de
panadería y de quien entonces nadie hubiera dicho que llegaría a doctorarse en
medicina, era un italiano de humilde condición, muy considerado por sus
cualidades, y dueño de una gran fortuna que según decían, había amasado con
hornos de ladrillos cuyos vestigios –de unos de esos hornos- se veían aún desde
los fondos de nuestra casona, una especie de fortaleza, de planta baja con ventanas
enrejadas.
Todavía se
levanta aunque molesta por los muchos años y por tanta historia alegre y
dolorosa vivida entre sus anchos muros.
Amplias
habitaciones dan a la calle y por la parte de atrás bordeábanla dos grandes
galerías que se recostaban sobre un preciosísimo parque cubierto de palmeras,
magnolias, jazmines del Paraguay, pinos y manzanos de jardín.
A la
izquierda rodeábanla una extensa quinta con verduras de toda clase y un monto
de árboles frutales que el propio Milani había plantado eligiendo valiosas
especies de durazneros, damascos, pelones, manzanos, ciruelos.
Poco duró
el sol brillante, esa brillante mañana de comienzos del verano de 1921. Lo
suficiente como para darnos la bienvenida y que pudiéramos descansar un rato
después de nuestro viaje en tren (todavía con máquina a vapor) cargados de
valijas y bártulos desde la Capital Federal para instalarnos en esos parajes
aconsejados por un matrimonio amigo de mis padres, el mayor Vicente Benítez y
su mujer Alcira.
Ellos nos
hicieron conocer Ituzaingó, pues veraneaban allí alquilando un coqueto chalet
(aún se conserva tal cual era), al ingeniero Agrelo, cuya amistad y la de su
hija Carmencita luego cultivó mi madre.
Era gente
encantadora y mi madre tuvo especial simpatía por Carmencita Agrelo; no sé si
tuvo en cuenta su prosapia porque mi digna madre, mujer altamente bondadosa y
cristiana, era educada a la antigua y por sus tiempos esto del abolengo era muy
tenido en cuenta, lo que hoy día suena a ridículo.
Ella se
fijaba mucho en los antecedentes familiares para trabar amistades nuevas.
Vuelvo
sobre mis pasos. Me enfrento a los últimos rayos de aquel sol majestuoso que
nos recibió la tibia mañana de aquel verano en Ituzaingó.
Súbitamente
se escondió entre las nubes plúmbeas en medio de unos truenos pavorosos que
hacían temblar la tierra a los que siguió luego espesa y furiosa lluvia. La
naturaleza quiso demostrarnos todo su poder.
La lluvia
cesó a la media tarde. Había que proveernos de comestibles. Era necesario
trasladarnos hacia el almacén y había que hacerlo a pie puesto que todavía no
había llegado el coche que poco tiempo después adquirió mi padre.
Nuestra
niñera “Pancha” fue la encargada de hacerlo y rogamos a nuestra padre que nos
permitiera acompañarla. Nunca se negaba a nuestras solicitudes y tras innúmeras
recomendaciones emprendimos el “viaje” porque en esos tiempos andar en medio
del barro en Ituzaingó redondeaba una verdadera hazaña.
La calle a
causa de la lluvia se había convertido en un gigantesco lodazal y las veredas,
también de tierra, una que otra de ladrillos, no ofrecían ninguna seguridad
para no embarrarse hasta los ojos como nos sucedió pese a la desesperación de Pancha,
que no cesaba de advertirnos que no nos hundiéramos en el lodo. Nos importaba
un bledo sus advertencias puesto que nos desprendíamos de sus manos, mi hermana
María Sara y yo para sumergirnos de lleno en el succionante barrial.
El cielo
seguía fastidiado, pero el viento fresco que corría anunciaba limpiar la
tormenta.
De nuevo
llamáronme la atención las altas y bien alineadas casuarinas que rodeaban toda
la manzana formada por la casaquinta de los Banfi, digo los Banfi no por
irreverencia sino porque viene a mi memoria la tanda de muchachos que llenaban
con su fresca alegría y su dorada juventud esa residencia todos los veranos,
los dueños de casa “don Francisco” y “doña Virginia” y sus hijos, la
inolvidable Sarita, Tito y Angel Banfi y sus primos hermanos. Uno de ellos,
Argentino Banfi, fue mi inseparable compañero de juegos y de caminatas
interminables, muchas veces de noche, entreteniéndonos en encerrar en nuestras
manos las luciérnagas que revoloteaban orgullosas de brindarnos su belleza y su
luz.
Proseguimos
nuestro camino y sin saber por qué miré con atención la sencilla casa de
Cornelio Vivanco. Algo me decía que tiempo más tardes en esa residencia de
verano, siempre alegre por el bullicio de los hijos del importante funcionario
bancario, Carlos, Memeca, Jorge y Sarita Vivanco, me ocurriría un percance con
la adorable Susana Monzón, Monona, como todos la llamábamos. Una noche nos
habíamos reunido un grupo de niñas y jóvenes, y por supuesto entregándonos al
baile. Yo hacía pareja con Monona Monzón. Bailábamos el fox-trot “Titina”.
Comenzó la tentación de Monona y llegó a tal punto su risa que a mi me fastidió
y de pronto deshaciéndome bruscamente de sus brazos la dejé plantada en medio
del hall.
Susana
Monzón es hermana de Elida Monzón, luego casada con Alberto Fernández
Saralegui, hoy viuda de ese caballero sin tacha y médico de gran talento.
Ellas,
juntamente con Ernestina Luque fueron bellezas en su tiempo. Nada tenía que ver
ni ningún parentesco tuvo Ernestina Luque con una familia apellidada así que
vivía en Ituzaingó por esos días.
Las “chicas”
y los “muchachos” hoy abuelas y abuelos, formábamos un grupo cerrado de amigos,
una especie de verdadero “clan”, imposible de franquear por quienes no
pertenecieran a nuestro círculo mundano. Entonces era así. Ya todo eso ha
desaparecido, no sé si para bien o para peor…
Avanzando
una cuadra más siempre en dirección a la estación ferroviaria, yendo por una
calle paralela a Rivadavia (por esos tiempos la nomenclatura no existía en
Ituzaingó), que también estaba tan llena de barro como por la que caminábamos,
acertamos a pasar por delante de una casita de modesta apariencia a cuya puerta
de calle curioseaban dos muchachas.
Nos
miraron, nos sonrieron y luego de saludarnos como era costumbre hacerlo
entonces entraron en franca conversación con nuestra criada. Mi hermana y yo
éramos chicos muy juiciosos y nunca trabábamos confianza con los mayores,
respetándolos, cualesquiera fuese su condición social. ¿Quiénes éramos? ¿Cómo
nos llamábamos? … y como esa otra pregunta destinada a satisfacer la curiosidad
femenina. Ellas eran Ester y Delia González.
Convertidos
en dos fascinerosos por el barro que nos manchaba de pies a cabeza caminamos
cuadras y más cuadras hasta dar con el almacén de Pastré, donde nos surtimos de
todo cuanto se nos había indicado. Hoy se levanta en ese predio un
cinematógrafo. Mi madre trató personalmente a Josefina Pastré, cuando ella,
juntamente con las señoras Elisa Lacau de Seré y Luisa de Iribarne, el
ingeniero Narbondo y otras personas de fuste pugnaban para levantar una Iglesia
en Ituzaingó ya que solamente existía una Capillita sostenida por esas señoras
nombradas y por mi madre, y que atendía con tanto amor cristiano la imponerable
y apostólica Juanita Consejero.
Todas estas
escenas que surgen de mi recuerdo fueron las primeras estampas que conservo de
aquel extinguido Ituzaingó, la villa chic para veranear. El pueblo ideal por su
clima y su tranquilidad. Ituzaingó de las casas-quintas como las nombradas
anteriormente o las de Iparraguirre, de los Lebreón, de los Iribarne o los
chalets como los tres suntuosos de los Seré o el de Crlos Roldán Vergés.
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